La soledad del indeciso
Hace algunos meses, en la boda de unos amigos, conocí a un chico de Valladolid -lo siento, no recuerdo bien su nombre, aunque tampoco es que fuera relevante para lo que voy a contar-.
Me cayó bien desde el principio. Poseía un aspecto algo singular, y eso que a pesar de su corrección en el habla que le dotaba de franqueza y seguridad en sus aseveraciones, había algo en su caracter, que desde el principio advertí como extraño.
Nos habían "apilado" en una mesa infantil para la celebración del convite -así llamamos en Andalucía al banquete nupcial-. A modo de escarnio público, él, yo y otros tres adultos más habíamos sido obligados, educadamente, eso si, a compartir mesa y mantel con todos los niños sobrantes del resto de mesas. Asientos estos que habían sido ya asignados previamente, según una coreografía muy estudiada, entre los comensales asistentes más distinguidos -me consta que alguno de alta alcurnia había, aunque menudos pelos llevaba-.
Daba igual, quizás fuera mejor comer con niños, más relajados, que guardar unas estúpidas formas de protocolo de mesa que, a veces, dependiendo del acto, evitan que comas a gusto.
A lo que iba, pronto empecé a notar su exacerbada extraversión, y comencé a prestarle toda mi atención a raíz de que él dirigiera su curiosidad hacia mi persona, y decidiera saber de mi. Su imágen respondía a la de ese arquetípico compositor despistado, pelo largo -recuerdo que la forma de su pelo me traía a la memoría a Luis Cobos-; mirada perdida, y un afán por hablar que denotaban su necesidad de huir de cualquier pregunta indiscreta o personal, a base de no dejar hablar demasiado al otro. Ese tipo de compositores que pierden las partituras con facilidad y que nunca acaba de escribir la sinfonía que le de el añorado reconocimiento. Su vestimenta, elegída para la ocasión, aumentaban esa sensación de gallina en corral ajeno
De sus palabras extraje que, no sólo no era músico- algo que ya suponía-, sino que además daba la sensación de llevar demasiado tiempo buscando las "partituras" donde debía tener escritos sus acordes vitales, las cuales no había conseguido encontrar después de tanto tiempo de busqueda.
Al poco de intimar, y cuando conseguimos charlar a sólas, en un apartado rincón con unas copas y bajo aquel bullicio sesentero español, se descubrió. Se quitó el burka y comenzó a despachar a gusto sobre sus inquietudes, sus miedos y su indecisión.
Tenía mi edad -los que me conocen la saben, el resto deberá seguir indagando- y no había conseguido encontrar "un lugar en el mundo" -me encanta esta frase. Además da título a una de las mejores películas de Adolfo Aristarain-. Había estudiado en buenos colegios y universidades. Probablemente los mejores. En Valladolid, vieja castilla, de instituciones educativas y universidades de cierto prestigio parece que saben un rato, así que tampoco era de extrañar. Claro está, de pago, por supuesto.
Entendí que no había estudiado lo que hubiera querido -quizás ni él mismo habría sabido explicar que hubiera querido por aquel entonces, y quizás tampoco ahora, pues no parecía haberlo tenido claro nunca- El caso es que comprendí que de aquí es de donde partía la raíz de su peculiaridad. Era un tipo culto, bien instruido, bien orientado, parecía inteligente, pero estaba a años luz de saber que quería hacer con su vida.
Argumentaba que esa indecisión le dejaba sólo ante el resto, ante el mundo. Incluso sus padres -con los que aún vivía-, comentaba, andaban desesperados por su inactividad y su desídia, y lo sufrían por él. Pero nada podía hacer. No sabía que quería ser cuando "fuera mayor". Y lo sufría. Lo sufría más que nadie. Aunque tratara de disimularlo con bromas, risas, aclamaciones y brindis por los ya marido y mujer. Todo falso. Como si se tratara de una llamada de atención hacia su persona, que en el fondo no era más que un grito desesperado ahogado en complacencia ajena y apariencia, falsa apariencia, que se derrumbaba en una pequeña charla sincera, con una copa en una mano y el corazón en la otra, bien asido.
En varios momentos, tras nuestra charla, a la que se había unido una tercera persona, que también había tratado de indagar en lo más profundo de aquel pesar y desorientación; volvi a verle fugazmente, sentado donde le dejé tras la cena.
Sólo.
Ahora sí, algo más ebrio que entonces, y perdido. Muy perdido. Pero sin dejar de mostrar esa simpatía peculiar y característica de su persona ante la presencia de cualquiera, fuera este conocido, o el más extraño de los personajes de la fiesta.
Pero en el fondo sólo, muy sólo. Tal véz, solo tal vez, sintiéndose, además, muy incomprendido.
Hoy desde aquí solo quería recordarle, y desearle lo mejor.
Un abrazo a todos.
Un deseo: Que la injusticia se detenga ante la mirada dulce de la inocencia.
Me cayó bien desde el principio. Poseía un aspecto algo singular, y eso que a pesar de su corrección en el habla que le dotaba de franqueza y seguridad en sus aseveraciones, había algo en su caracter, que desde el principio advertí como extraño.
Nos habían "apilado" en una mesa infantil para la celebración del convite -así llamamos en Andalucía al banquete nupcial-. A modo de escarnio público, él, yo y otros tres adultos más habíamos sido obligados, educadamente, eso si, a compartir mesa y mantel con todos los niños sobrantes del resto de mesas. Asientos estos que habían sido ya asignados previamente, según una coreografía muy estudiada, entre los comensales asistentes más distinguidos -me consta que alguno de alta alcurnia había, aunque menudos pelos llevaba-.
Daba igual, quizás fuera mejor comer con niños, más relajados, que guardar unas estúpidas formas de protocolo de mesa que, a veces, dependiendo del acto, evitan que comas a gusto.
A lo que iba, pronto empecé a notar su exacerbada extraversión, y comencé a prestarle toda mi atención a raíz de que él dirigiera su curiosidad hacia mi persona, y decidiera saber de mi. Su imágen respondía a la de ese arquetípico compositor despistado, pelo largo -recuerdo que la forma de su pelo me traía a la memoría a Luis Cobos-; mirada perdida, y un afán por hablar que denotaban su necesidad de huir de cualquier pregunta indiscreta o personal, a base de no dejar hablar demasiado al otro. Ese tipo de compositores que pierden las partituras con facilidad y que nunca acaba de escribir la sinfonía que le de el añorado reconocimiento. Su vestimenta, elegída para la ocasión, aumentaban esa sensación de gallina en corral ajeno
De sus palabras extraje que, no sólo no era músico- algo que ya suponía-, sino que además daba la sensación de llevar demasiado tiempo buscando las "partituras" donde debía tener escritos sus acordes vitales, las cuales no había conseguido encontrar después de tanto tiempo de busqueda.
Al poco de intimar, y cuando conseguimos charlar a sólas, en un apartado rincón con unas copas y bajo aquel bullicio sesentero español, se descubrió. Se quitó el burka y comenzó a despachar a gusto sobre sus inquietudes, sus miedos y su indecisión.
Tenía mi edad -los que me conocen la saben, el resto deberá seguir indagando- y no había conseguido encontrar "un lugar en el mundo" -me encanta esta frase. Además da título a una de las mejores películas de Adolfo Aristarain-. Había estudiado en buenos colegios y universidades. Probablemente los mejores. En Valladolid, vieja castilla, de instituciones educativas y universidades de cierto prestigio parece que saben un rato, así que tampoco era de extrañar. Claro está, de pago, por supuesto.
Entendí que no había estudiado lo que hubiera querido -quizás ni él mismo habría sabido explicar que hubiera querido por aquel entonces, y quizás tampoco ahora, pues no parecía haberlo tenido claro nunca- El caso es que comprendí que de aquí es de donde partía la raíz de su peculiaridad. Era un tipo culto, bien instruido, bien orientado, parecía inteligente, pero estaba a años luz de saber que quería hacer con su vida.
Argumentaba que esa indecisión le dejaba sólo ante el resto, ante el mundo. Incluso sus padres -con los que aún vivía-, comentaba, andaban desesperados por su inactividad y su desídia, y lo sufrían por él. Pero nada podía hacer. No sabía que quería ser cuando "fuera mayor". Y lo sufría. Lo sufría más que nadie. Aunque tratara de disimularlo con bromas, risas, aclamaciones y brindis por los ya marido y mujer. Todo falso. Como si se tratara de una llamada de atención hacia su persona, que en el fondo no era más que un grito desesperado ahogado en complacencia ajena y apariencia, falsa apariencia, que se derrumbaba en una pequeña charla sincera, con una copa en una mano y el corazón en la otra, bien asido.
En varios momentos, tras nuestra charla, a la que se había unido una tercera persona, que también había tratado de indagar en lo más profundo de aquel pesar y desorientación; volvi a verle fugazmente, sentado donde le dejé tras la cena.
Sólo.
Ahora sí, algo más ebrio que entonces, y perdido. Muy perdido. Pero sin dejar de mostrar esa simpatía peculiar y característica de su persona ante la presencia de cualquiera, fuera este conocido, o el más extraño de los personajes de la fiesta.
Pero en el fondo sólo, muy sólo. Tal véz, solo tal vez, sintiéndose, además, muy incomprendido.
Hoy desde aquí solo quería recordarle, y desearle lo mejor.
Un abrazo a todos.
Un deseo: Que la injusticia se detenga ante la mirada dulce de la inocencia.
Comentarios
a veces la vida es lo que tiene, estas rodeado pero te sientes solo...
Te digo por experiencia propia, que ese momento, en el que te sientes solo, es el mejor momento para huir, porque es el momento en el que mas seguro te sientes de ti mismo, el momento en el que sientes que quieres cambiar,y sobre todo el momento en el que tienes que pensar como encarrilar tu vida....
Yo no soy buena escribiendo, pero espero que entiendas lo que quiero decirte..
Espero que podamos vernos pronto en uno de esos cafés con el Paquiño y el W. al que tan mal le cae mi Lucas.
"Hace falta -y a eso ha de tender paulatinamente nuestro desarrollo- que no nos suceda nada extraño, sino tan sólo aquello que desde mucho tiempo atrás nos pertenezca. ¡Se ha tenido que revisar y rectificar ya tantos antiguos conceptos acerca de las leyes que rigen el movimiento! Se aprenderá también a reconocer poco a poco que lo que llamamos destino pasa de dentro de los hombres a fuera, y no desde fuera hacia dentro. Sólo porque tantos hombres no supieron asimilar y transformar en su interior, cada cual su propio destino, mientras éste vivía en ellos, no alcanzaron tampoco a conocer lo que de ellos salía. Les era tan ajeno, tan extraño, que ellos, llenos de pavor y de confusión, creían que debía de habérseles entrado en aquel mismo instante en que se percataban de su presencia. Pues hasta juraban que jamás antes habían descubierto nada parecido en sí mismos. Así como durante mucho tiempo hubo error acerca del movimiento del sol, sigue aún el engaño sobre el movimiento de lo venidero. El porvenir está ya fijo, querido señor Kappus, mas nosotros nos movemos en el espacio infinito. ¡Cómo no habría de resultarnos todo muy difícil...!"