Dios y el pollo a la naranja

Quizás pueda parecer una chorrada vincular las creencias religiosas a la gastronomía. Mezclar lo divino con un buen manjar es un delirio que no pasaría ni el filtro culinario menos exigente. Son dos ingredientes que no "maridan" nada bien, y sin embargo, la vida del niño Dios, y sus seguidores, siempre ha estado caprichosamente ligada a los alimentos, a su carácter sacro, y a su importancia en los rituales más ancestrales del cristianismo en sus orígenes. En definitiva, a su bendición como pan de vida.

Es como esas salsas de difícil digestión. Como una bechamel que a pesar de no haber ligado bien y haberse quedado con más grumos que "colacao en leche helada" te tomas a sabiendas de que te va a caer como un cañonazo.

De hecho es que creo que lo es, una chorrada, digo. Es una gran chorrada, pero en mi vida, en mi infancia, estos dos elementos tienen una vinculación, podría decir, maternal. Mi madre. Sí, mi madre es la culpable de que yo vea a Dios reflejado en unos muslos de pollo aderezados con rayadura de piel de naranja y su jugo. Y creo que lo es, una chorrada, digo,  porque, entre otras cosas, los dogmas de fe así afianzados se deshacen como la tierna carne del ave en cuestión en tu boca. Como papel al que prendes con una cerilla. Quedan reducidos a nada.
Así fue en mi caso durante muchos años de mi infancia y hasta que quedaron reducidos a nada a los largo de mi adolescencia.

Recientemente, una conversación de lo más banal con una amiga acabo derivando en cuestiones de creencias -más religiosas que otras, ya que de otras soy más devoto, y me cuesta menos expresarlas- y ahí fue donde caí de nuevo en esta dicotomía de mi vida, que siempre me ha hecho gracia, y traté de explicarla a Laura -mi amiga- tal y como yo la viví, a pesar de que ella no paraba de reír ante la expectativa creada y en espera de la estupidez que podía desmenuzar acerca de esta relación.

Voy a tratar de explicártelo, querido lector, para que veas como Dios, el tuyo, no el impuesto, puede aparecer en cualquier parte. Sí, también en unos muslos de pollo.

Mi madre,  que antes mencionaba, siempre ha sido una mujer creyente, y en la medida de sus posibilidades practicante. En esto, como en muchas otras cosas nunca hemos coincidido, pero es algo que siempre he respetado y siempre he tratado con cuidado, a menos que me afectara de algún modo, y alguna vez lo ha hecho, y en ese caso he podido responder como gato panza arriba enseñando las uñas defendiéndome contra aquel que me intentara hacer creer las bondades de "creer", y me tratara de cantar sus alabanzas al modo "sui generis" e inocente que suelen hacerlo las personas que creen.

Como digo, mi madre, en su inmensa bondad, trataba de inculcarnos desde bien pequeños, a mí y a mis hermanas, las bienaventuranzas de la palabra de Dios, de sus enseñanzas, de sus virtudes para llegar ser un buen cristiano, para que poco a poco siguiéramos la tradición familiar cristiana, apostólica y romana, más por una cuestión de tradición que por una de verdadera convicción (Ya sabe el lector, que en España, en esa España que no sabe aún respirar por si sola, todo camino apartado de ésta tiende a ser percibido como el renglón torcido que se desvía de lo que está escrito en "los libros" y que recoge los preceptos morales cristianos para los hombres y mujeres de bien, hombres y mujeres como "Dios manda".) Así que en nuestra inocencia pueril no nos quedaba mas verdad que la verdad única -esa que habíamos arrastrado tras 40 años de dictadura- y que ahora hacíamos nuestra, por eso de ser niños, obedecer a lo que dice mamá que por algo lo es y lo sabe todo -como todas las madres, y sin discusión a estas edades-, y entramos por el aro católico, que para un niño de corta edad en aquella época suponía acudir a la misa de 12 que la parroquia del barrio ofrecía los Domingos.

Esto fue así hasta que una tras otra misa dominical de 12, "para niños", se iba convirtiendo en un suplicio, más y cada vez más grande, para mí -imagino que para mis hermanas también, pero ellas lo llevaban mejor, creo yo- Por aquel entonces, la misa de las 12 la oficiaba el párroco de Las Colonias, el barrio onubense donde se encuadraba el pequeño microcosmos que era a mis ojos la placita (de los Dolores) donde se ubicaba mi casa, y donde me crié.
Don Manuel, que ese era su nombre, era un señor mayor. Yo creo que ya era un señor mayor cuando nació. Era así desde que ese hombre fue hombre, y hasta el día que se murió. Hombre amable en el trato diario, aunque dejaba entrever cierto aire de "pocas pulgas" ante cualquier contrariedad que le plantearas. No era su culpa. Se había criado en un régimen que le había dado la espada de Damocles que pendía sobre los feligreses, y le había hecho creer que él era la autoridad, moral, y de la otra, y así debía actuar cara a sus parroquianos. Piedad con el "recto" y mano dura con el "torcido". Él, el párroco, había ayudado, con sus influencias a construir aquellos barrios obreros, y se sentía legitimado y autorizado ante Dios, y lo peor, ante las autoridades para guiar a sus feligreses, así que casi todo debía pasar el filtro de Don Manuel. Así era. Nadie lo cuestionaba.
Yo, por si acaso, siempre me guardé mis "pecadillos" de tierna inocencia para mí, no fuera que el honorable Don Manuel quisiera sacar sus pulgas a pasear a costa de mis orejas o mis "patillas".

Bueno, ante esta tesitura, y los sermonazos tochos de Don Manuel, yo sabía que mi Fe quedaría reducida a cenizas en tres "cañonazos" dialectales de los que se marcaba aquel párroco cansino -siempre pensé que tenía la habilidad de hablar y echarse la siesta al mismo tiempo desde su altar-,  porque desde pronto a mi lo de ir a misa me empezaba a dar una flojera impresionante. No te digo nada lo de ir a confesar porque esa es otra historia de pillería que me guardo para otro post.

Mi madre, que comenzó a darse cuenta de mi desgana, urdió su plan gastro-trampa para que Dios no dejara que me alejara, y siguiera vendiéndome los efluvios del maná eterno a través de lo que más me ha gustado siempre, la comida. Mi madre nunca ha sido una excelsa cocinera, aunque debo reconocer que tenía sus cuatro, cinco recetitas que podías comer hasta que el cuerpo te diera un aviso. Entre ellas, mi apreciado plato de Pollo a la naranja. Nunca supe de quién aprendió aquella joya, ni carajo -con perdón- que me importaba, pero aquel plato era una de esas piezas de artesanía culinaria casera que siempre guardo en los lugares secretos de mi recóndita memoria para recuperar y recordar con cariño cuando vienen mal dadas, o cuando quiero contar con cierto humor esta extraña relación que viví entre estas dos dicotomías.
Sí, seguramente ya has intuido el plan de mi madre. El queso de mi trampa ratona no era sino un buen plato de aquel delicioso pollo bañado en una salsa entre dulce y amarga -que le aportaba la ralladura de la piel de la naranja- y que me esperaría sobre las 2 todos aquellos Domingos siempre que fuera a aquella alienante fiesta cristiano-infantil y que suponían el modo en el que mi madre me chantajeaba "emocionalmente" para que no dejara de ir a aquella parroquia de barrio Domingo sí, y Domingo también, y a la que no faltaba ante la deliciosa idea de poder degustar aquella maravillosa receta de mi niñez. Huelga decir que a eso de la 1 mi estómago, que no entiende de Dioses ni de la madre que los parió, tomaba el púlpito que dejaba Don Manuel entre sus aburridos sermones, para dar su queja sobre la duración excesiva de la última letanía, y reclamar brevedad a sabiendas de lo que nos esperaba a los dos en cuanto aquel martirio terminara.

Así pasaron muchos de aquellos domingos de mi inocente vida de niño. Nunca me planteé que habría pasado si no hubiera ido a aquella misa. ¿Me habría dejado mi madre sin mi ración? ¿Habría incumplido su parte del trato emocianal en respuesta a mi desacato? Nunca lo supe. El deseo de comer aquel rico pollo siempre fue más fuerte que mi intolerancia a los sermones de Don Manuel. La carne es débil, la mía es de placeres al precio que sean.

Y de aquí, querido lector, es de donde viene esta extraña relación que planteo en el título, entre el ser supremo y el pollo a la naranja.

Cada tanto, en tanto, cada vez que mi madre, a la que ahora tengo bien lejos, se decide y tenemos la oportunidad de recuperar aquella deliciosa receta de pollo, y degustarla juntos, yo, en esos jugosos muslos de pollo bañados en raspadura de naranja, me doy el gusto de volver a ver a Dios.


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