Noche de ronda en Alajuela


A la mañana siguiente todavía seguíamos Enrique, Elisa y yo discutiendo sobre lo ocurrido la noche anterior. La noche del día en que llegamos a Alajuela, Costa Rica, recién aterrizados en el aeropuerto de San José -que realmente está más cerca de Alajuela que de la capital de Costa Rica-.

Nada más llegar buscamos un taxi (trás recuperar nuestros pasaportes con la consiguiente regañina del policia de control de pasaportes por hacernos un par de fotos en el mismo puesto de control de extranjería) Acordamos el precio con un taxista que nos aseguró que era el mejor medio para ir a Alajuela y que conocía el Maleku Hostel (una de las recomendaciones de alojamiento que teníamos en la ciudad de Alajuela) Resultó ser un tipo majete. Nos pusimos en dirección al hostal, hacia el norte desde la capital.

Tras pasar por el Maleku y comprobar que no había sitio para los tres, la recepcionista nos recomendó otro hotel en el centro de la ciudad, el Trotamundos -llamar hotel a este sitio no es más que una temeridad y un eufemismo, entiéndase. No era más que un cuarto con literas.-

En el recorrido hacia el Trotamundos, desde el mismo taxi (el taxista nos esperó hasta comprobar que nos instalaba en algún sitio), ya divisé el sitio adecuado y pintoresco donde nos debíamos tomar las bien ganadas cervezas de aquella noche una vez que estuviéramos instalados (no me pregunteis por qué pero tengo una "habilidad" especial para encontrar los sitios "con encanto" de cada ciudad)
Nos instalamos (no recuerdo cuantos dólares nos costó la habitación para tres. Es igual, sólo fue una noche y ni siquiera completa), nos congratulamos por ello, y nos fuimos a descubrir Alajuela.

Debían ser sobre las seis y media de la tarde. El cielo a media luz. Una humedad bárbara y sofocante. Asfixiante para tres españoles del sur acostumbrados a niveles de humedad más equilibrados. Tras unos paseos con sus respectivas fotos de recuerdo por el centro de Alajuela, plaza, zócalo, Enrique, gran cervecero, un poco cansado de aquella temperatura, no aguantó más y nos instó a "apretarnos" unas Imperial (la cerveza tica) En ese momento y como un flash vino a mi cabeza la imagen de aquel garito que recordé que había visto en el trayecto del taxi y que me pareció el ideal para tomarnos unas cuantas. Nos encaminamos allá.

La licorera La Central tenía el encanto exterior del perfecto lugar local -no me refiero a su interés turístico, sino al de ser el garito de toda la vida, donde todo el mundo se conoce- Un lugar que debías visitar si pasabas por Alajuela. Así lo sentí y por eso fuimos. Por dentro, la licorera, era un antro cargado de almas sin futuro que descansaban la jornada con unos tragos, o que iniciaban el laburo en el lugar idóneo para sacarse unos cuartos, o cuando menos para ir más contentos a encarar la jornada.

Entramos al local. Se hizo el silencio. De repente éramos el centro de atención de todo el mundo en el bar. Todo el mundo nos miró. Como cuchillos se sentían aquellos ojos clavados. Los "aliens" habían aterrizado en la ciudad. Comprensible, al menos de entrada.

El local se dividía en dos espacios bien diferenciados, con una barra propia para cada uno. La iluminación era escasa, por no decir inexistente, La entrada permanecía visible por la luz que entraba desde la calle, el fondo era como una cueva en la que intuías a las criaturas más "oscuras".

Nada más entrar le vimos. Quizás sería más correcto decir que él nos vio.  Se llamaba Abel y se presentó de la forma más correcta y educada que sabía, que no era poca. Estaba plantado, de pie, en la barra, junto a la puerta tomando una Imperial. Estaba solo, o eso pensé -con el tiempo supe que fue solo una primera impresión- Al percatarse de nuestra presencia, y con gesto vivaz, nos hizo un hueco a su lado, en la barra. Este amable gesto de cortesía nos hizo orientarnos hacia él. ¿Él?, él ya hacía rato que había puesto sus ojos en nosotros. Posiblemente desde que entramos.

Abel era tico, oriundo de Alajuela. Nunca había salido de Costa Rica. Se ganaba la vida en el aeropuerto ayudando a turistas, cargando sus maletas, orientándoles, buscándoles taxi, y si le permitía acomodo, como persona de compañía y guía, lo que salía para ganarse unos cuantos Colones que le permitieran ir tirando cada día. Era un buscavidas. Había aprendido a sobrevivir de esa manera, y a estas alturas, probablemente en sus cincuenta largos, no sabía hacer otra cosa, y probablemente ni quería.

Acomodados ya como estábamos en la barra, poco a poco nos fuimos sintiendo cada vez más cómodos, superando ese inicial silencio frío y cortante de nuestra llegada. Nos pedimos unas cervezas. Poco a poco nos fuimos relajando. Bien es cierto que unos más que otros. Trago a trago, y cayeron muchos tragos, nos fuimos ganando la confianza de Abel -aunque quizás seria más correcto decir que él se fue ganando la nuestra- hasta tal punto que en determinado momento se convirtió en uno de nosotros. Le invitamos a algunas gracias a su cordialidad, hasta que llegado el momento esto entró en la rutina. La relajación fluía en orden proporcional a nuestro estado de embriaguez.

Conversamos, reímos, bailamos, fumamos, una cerveza tras otra, hasta que la cordialidad se fue confundiendo con el hermanamiento a la misma velocidad que el alcohol iba haciendo mella en nuestra voluntad. No hubo una sola alma de aquellas que deambularon aquella noche por aquel bar que no entablara un rato de amistad con nosotros. Éramos el alma de aquella extraña noche, pero la batuta la llevaba siempre el maestro Abel. El marcaba el ritmo, y nosotros le seguimos complacientes. Ahora sé que en nuestra inocencia aventurera de aquel viaje con propósitos bien diferentes de cada lado.

Bien entrada la noche, y cuando ya todo aquel despiporre iba tocando a su fin -ya no daba para más- decidimos despedirnos en busca de algo que meter al buche para apaciguar la desorientación provocada por tanto alcohol. Como anfitriones que se adueñan de la fiesta a la que has sido invitado nos despedimos de todos deseándoles lo mejor. Bueno, de casi todos, Abel se resistía a dejarnos marchar, le habíamos provocado tal profunda huella en lo más humano de su ser que no consintió en abandonarnos tan pronto. Su planificada negativa fue acogida de diversas maneras entre nosotros tres, desde la jovial acogida de un por aquel entonces muy "agarrado" Enrique que abrazaba a Abel y le animaba por su decision de acompañarnos, a la dubitativa de Elisa, y la esteriorizable extrañeza que me embargaba, y que por momentos se iba convirtiendo en preocupación. Puede sonar estúpido, pero yo tengo una especie de sexto sentido que me avisa cuando las cosas entran en un estado de "anormalidad" y que me hace ponerme alerta y más vigilante de lo normal. Ese día, y a esas horas mi sentido comenzó a darme señales de alarma.

Decidimos ir a comer, y Abel nos recomendó una pizzería. Daba igual lo único que queríamos a esas alturas era meter algo al estómago, e irnos al hotel a descansar un poco para afrontar el largo viaje que al día siguiente teníamos en bus hasta la frontera con Nicaragua. Dudo que esta fuera la idea que rondaba a Abel por su cabeza de buscavidas. Le invitamos a comer, a pesar de su negativa inicial. Enrique le convenció, aunque a esas alturas y en su estado no sería capaz de convencer a nadie de nada. Abel se dejó.

Tras la rápida cena -como sucede siempre que ordenas una pizza- se instalo entre nosotros un silencio incómodo. Como si ya no supiéramos muy bien por qué Abel seguía allí compartiendo con nosotros. Ya no hablábamos como en el bar, ya solo comíamos y nos mirábamos. Pagamos. Huelga decir que ya hacía bastantes horas que Abel iba a "gastos pagados". Como si de un acuerdo tácito y pactado entre todos se tratara se dejaba querer.

Al salir de la pizzería volvimos a intentar despedirnos de él, aunque ahora quizás más como un intento de separarlo que como una despedida amigable. Mi sentido vibraba estruendosamente en mi cabeza, y mi cara ya no expresaba la amabilidad y el agradecimiento de horas atrás. Elisa lo percibía y me compartía su mirada de extrañeza. Enrique seguía en su exaltación de la amistad ajeno a ninguna señal de advertencia. "Os acompaño al hotel" -dijo. No hubo manera de hacerle cambiar de idea. Caminamos por las oscuras calles de una desolada Alajuela que a esas horas ya descansaba. Mi cabeza no sabía que pensar, pero a todo a lo que llevaba no presagiaba algo bueno. Decidí caminar más despacio. Quedarme atrás y tenerle siempre en mi campo de visión para anticipar cualquier reacción -que ya empezaba a llenar mi cabeza- por su parte. Miré a Elisa y vi su cara de preocupación. Enrique, a lo suyo. A estas alturas ya le había contado a Abel todo lo que nos había llevado hasta Alajuela, nuestro viaje como cooperantes a la región del sur de Nicaragua en medio del lago Cocibolca y que llamaban Solentiname, y cuales serían nuestros movimientos en los próximos días, ante mi creciente enojo por su falta de tacto.
Casi llegando al hotel me paré, un par de calles antes, quizás. Me acerqué a Abel y le dije que se lo agradecíamos mucho pero que no tenía que acompañarnos más. Su respuesta me heló.
"Unas personas como vosotros no deberían andar solas por Alajuela a estas horas" -resumió con gesto serio mientras no dejaba de apartar su mirada de la mía.

No os imaginais todo lo que pasó por mi cabeza. Traté de serenarme. Le extendí la mano para despedirme de él sin dejar de mirarle. Al estrecharle la mano los músculos de su cara se relajaron, y mostró una leve sonrisa. Me  acercó y me dio un abrazo. "Espero que Dios este con vosotros en esa bonita tarea que vais a realizar en Nicaragua. Tened mucho cuidado y que Dios os proteja" -nos dirigió con firmeza. Dio un abrazo a Enrique y Elisa, y se marcho por la penumbra de la calle.

Caminamos hacia el hotel a paso ligero, con la extrañeza dibujada en nuestra cara, incluso en la de Enrique a la que aquella extraña despedida había despertado por momentos de su letargo etílico. Casi no lo hablamos esa noche. Entre el alcohol, las horas que eran y el hecho de tener que levantarnos a las 4 no dejaba hueco para la incertidumbre y reflexión de lo vivido. Ya habría tiempo a la mañana siguiente en el largo viaje de bus hasta la frontera norte con Nicaragua. El cansancio acumulado hizo el resto. Dormimos. Poco y mal.

Sonó el despertador, y empezamos un nuevo día.

P.s. Nunca sabré que pasó aquella noche, ni que había en la cabeza de aquel misterioso Abel del final de la fiesta. ¿De qué nos había advertido? ¿De los peligros de Alajuela? ¿De él mismo?
En aquel viaje en bus hacia Nicaragua fantaseamos con todas las hipótesis posibles, pero ya no era el momento.

Inopia

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